Batania desmembrado y recompuesto



La casa sola

Entonces, 
una noche de nunca es tarde, 
al ver a mi muerto muerto, a mi único muerto, 
muerto, 
comencé a hacer la maleta 
y le dije no sé a quién 
(pues es raro, en estos tiempos, 
encontrar a alguien que escuche) 
que Vizcaya era sólo una palabra, que Euskadi 
sólo una palabra, 
que eran sólo palabras y no las mejores, 
le dije, 
las palabras. 

Todavía hoy, 
a la tercera cerveza y sin que nadie me pregunte, 
levanto la voz para decir 
que yo solo, 
con todas mis espinas y linternas de noche, 
soy mucho más 
que Euskadi entera 
(aunque quizá sea menos 
que ese gato sin paraguas); 
que yo solo, 
con mis camisas faltas de grafía, 
soy mucho más 
que toda España 
(aunque quizá no tanto 
como un lirio con leucemia); 
sin poder detenerme, 
como caminando con la cintura 
de un pájaro, he dicho 
que no sé qué máscaras son Noruega o Argentina, 
qué diccionarios Brasil o Mozambique 
(aunque sí conozco las nóminas de 815 euros, 
unos ojos azules cuando miran como los tuyos, 
un plato de arroz, o las colas de los hospitales). 

Qué miedo tiene 
el que olvidó el mañana de sus raíces; el que 
abandonó el nosotros perfecto para ser innumerable; el que 
sólo pisa caminos rotos y océanos de impureza. 

Qué miedo tiene 
el que busca su derrota con la miel en los dientes; el que 
sueña con lugares de alazanes sin alambradas; el que 
cuenta las horas que le faltan para matar a Clitemnestra. 

Qué miedo aquél 
que una noche llegó a casa 
y la casa estaba sola, 
y la puerta cerrada, 
y su padre muerto, 
y de pronto quiso estar 
en los archivos de la policía.